LAS /12 16/05/08
Por Marta Dillon
Cuando la familia de Ana María Acevedo –cuya muerte se relata una vez más en estas páginas a modo de marca indeleble en la memoria– reclamó ante las autoridades del hospital donde no se la atendía por su cáncer con la excusa de que estaba embarazada, la respuesta fue: “De todas maneras se iba a morir”. Cierto o no, la adolescente pasó sus últimos días quebrada de dolor, lejos de sus tres hijos, cerca de la muerte anunciada de esa bebé que parió cuando su cuerpo ya no daba más. Un dolor sin sentido, sólo explicable por la puja que sobre su cuerpo libraron quienes pueden hablar de “conciencia” –a eso apelaron los médicos que le negaron el aborto terapéutico– como una abstracción que se juega más allá de las personas. Pero Ana María había sido abandonada mucho antes. Desde el mismo momento en que parió por primera vez, a los 14 años, por segunda vez a los 15, por tercera vez a los 17. ¿No salta a la vista que hay allí una niña en riesgo? ¿No son un grito en el cielo esos partos sucesivos? ¿O es que tal vez la culpa apuntó contra ella por no haberse cuidado como si cuidarse de un embarazo no implicara la complejidad de pensarse a futuro, de negociar las relaciones sexuales, de poder ver más allá del instante? Ese instante que se desdibuja cuando se vive en un pueblo fantasma, sin recursos, sin educación, apremiada por la urgencia del día, un día que será igual al siguiente y al siguiente. Ana María fue abandonada, como fue abandonada la niña que hace no mucho fue noticia porque antes de ser mayor de edad ya había parido siete hijos. Como están siendo abandonadas ahora miles de mujeres que no reciben los anticonceptivos que por ley y por derecho les corresponden.
El Programa Nacional de Salud Sexual y Procreación Responsable del Ministerio de Salud fue una iniciativa que parecía haber cambiado la proyección a futuro de la responsabilidad del Estado sobre la salud de las mujeres. Es curioso mezclar en la misma frase el verbo en pasado y la mención al futuro. Y es que el Programa, aun vigente, pierde todo sentido cuando no se sostiene en el tiempo no solamente mediante la entrega de anticonceptivos que esta semana se denunció que se había interrumpido si no también a través de la prevención, la difusión, la educación de quienes –con todas esas herramientas– podrán después ejercer su responsabilidad. Los gestos espasmódicos para poco sirven. No sólo porque este tipo de información tiene que filtrarse en la vida cotidiana –y en los lugares más silenciados de esa vida cotidiana, en la intimidad– y filtrarse significa insistir, horadar los prejuicios a fuerza de palabras claras y gestos contundentes. Además porque niegan que cada pausa del espasmo nuevas personas, niños y niñas, se asoman a la sexualidad tratando de no pensar que en ese acto a veces desesperado, la mayoría de las veces no pensado aunque sí fantaseado, la vida y la muerte se besan en la boca, se cruzan como en un eclipse proyectando una sobre otra su sombra. Así como se cruzan lo privado y lo público en ese espacio suspendido, la responsabilidad individual y la colectiva por lo no dicho, por lo distorsionado, por hacer de esos cuerpos que se mecen por amor o por placer campos de batalla de creencias que se pronuncian en abstracto pero que tienen consecuencias aquí y ahora, en vidas reales y concretas, con nombres, con historias. Aun cuando se pretenda que esas historias se susurren, se silencien, se enmascaren detrás de estadísticas que nada dicen. Ese silencio intenta cercar espacios privados y espacios públicos, responsabilidades que se nombran en singular. Pero cada uno de los nombres que dan relieve a una historia quiebran el cerco y se expanden contaminando lo individual de una responsabilidad colectiva y urgente.
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